Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del
bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro
hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al
desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que
miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el
Jubileo sea para todos ocasión de reavivar la esperanza. La Palabra de Dios nos ayuda a
encontrar sus razones.
La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de
Jesús traspasado en la cruz: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida»
(Rm 5,10). Y su vida se manifiesta en nuestra vida de fe, que empieza con el Bautismo; se
desarrolla en la docilidad a la gracia de Dios y, por tanto, está animada por la esperanza, que se
renueva siempre y se hace inquebrantable por la acción del Espíritu Santo.
En efecto, el Espíritu Santo, con su presencia perenne en el camino de la Iglesia, es quien irradia
en los creyentes la luz de la esperanza. Él la mantiene encendida como una llama que nunca se
apaga, para dar apoyo y vigor a nuestra vida. La esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni
defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del
amor divino: «¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo?
San Pablo es muy realista. Sabe que la vida está hecha de alegrías y dolores, que el amor se
pone a prueba cuando aumentan las dificultades y la esperanza parece derrumbarse frente al
sufrimiento. Con todo, escribe: «Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones,
porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la
virtud probada, la esperanza» (Rm 5,3-4). Para el Apóstol, la tribulación y el sufrimiento son las
condiciones propias de los que anuncian el Evangelio en contextos de incomprensión y de
persecución (cf. 2 Co 6,3-10). Pero en tales situaciones, en medio de la oscuridad se percibe una
luz; se descubre cómo lo que sostiene la evangelización es la fuerza que brota de la cruz y de la
resurrección de Cristo. Y eso lleva a desarrollar una virtud estrechamente relacionada con la
esperanza: la paciencia. Estamos acostumbrados a quererlo todo y de inmediato, en un mundo
donde la prisa se ha convertido en una constante. Ya no se tiene tiempo para encontrarse, y a
menudo incluso en las familias se vuelve difícil reunirse y conversar con tranquilidad. La paciencia
ha sido relegada por la prisa, ocasionando un daño grave a las personas. De hecho, ocupan su
lugar la intolerancia, el nerviosismo y a veces la violencia gratuita, que provocan insatisfacción y
cerrazón.
Asimismo, en la era del internet, donde el espacio y el tiempo son suplantados por el “aquí y
ahora”, la paciencia resulta extraña. Si aun fuésemos capaces de contemplar la creación con
asombro, comprenderíamos cuán esencial es la paciencia. Aguardar el alternarse de las
estaciones con sus frutos; observar la vida de los animales y los ciclos de su desarrollo; tener los
ojos sencillos de san Francisco que, en su Cántico de las criaturas, escrito hace 800 años, veía la
creación como una gran familia y llamaba al sol “hermano” y a la luna “hermana” [2]. Redescubrir
la paciencia hace mucho bien a uno mismo y a los demás. San Pablo recurre frecuentemente a la
paciencia para subrayar la importancia de la perseverancia y de la confianza en aquello que Dios
nos ha prometido, pero sobre todo testimonia que Dios es paciente con nosotros, porque es «el
Dios de la constancia y del consuelo» ( Rm 15,5). La paciencia, que también es fruto del Espíritu
Santo, mantiene viva la esperanza y la consolida como virtud y estilo de vida. Por lo tanto,
aprendamos a pedir con frecuencia la gracia de la paciencia, que es hija de la esperanza y al
mismo tiempo la sostiene.
Además de alcanzar la esperanza que nos da la gracia de Dios, también estamos llamados a
redescubrirla en los signos de los tiempos que el Señor nos ofrece. Como afirma el Concilio
Vaticano II, «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e
interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la
Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida
presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas». [4] Por ello, es necesario poner
atención a todo lo bueno que hay en el mundo para no caer en la tentación de considerarnos
superados por el mal y la violencia. En este sentido, los signos de los tiempos, que contienen el
anhelo del corazón humano, necesitado de la presencia salvífica de Dios, requieren ser
transformados en signos de esperanza.
Que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el mundo, el cual vuelve a
encontrarse sumergido en la tragedia de la guerra. La humanidad, desmemoriada de los dramas
del pasado, está sometida a una prueba nueva y difícil cuando ve a muchas poblaciones
oprimidas por la brutalidad de la violencia. ¿Qué más les queda a estos pueblos que no hayan
sufrido ya? ¿Cómo es posible que su grito desesperado de auxilio no impulse a los responsables
de las Naciones a querer poner fin a los numerosos conflictos regionales, conscientes de las
consecuencias que puedan derivarse a nivel mundial? ¿Es demasiado soñar que las armas callen
y dejen de causar destrucción y muerte? Dejemos que el Jubileo nos recuerde que los que
«trabajan por la paz» podrán ser «llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). La exigencia de paz nos
interpela a todos y urge que se lleven a cabo proyectos concretos. Que no falte el compromiso de
la diplomacia por construir con valentía y creatividad espacios de negociación orientados a una
paz duradera.
Mirar el futuro con esperanza también equivale a tener una visión de la vida llena de
entusiasmo para compartir con los demás. Sin embargo, debemos constatar con tristeza que en
muchas situaciones falta esta perspectiva. La primera consecuencia de ello es la pérdida del
deseo de transmitir la vida. A causa de los ritmos frenéticos de la vida, de los temores ante el
futuro, de la falta de garantías laborales y tutelas sociales adecuadas, de modelos sociales cuya
agenda está dictada por la búsqueda de beneficios más que por el cuidado de las relaciones, se
asiste en varios países a una preocupante disminución de la natalidad. Por el contrario, en otros
contextos, «culpar al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos
es un modo de no enfrentar los problemas». [5]
La apertura a la vida con una maternidad y paternidad responsables es el proyecto que el
Creador ha inscrito en el corazón y en el cuerpo de los hombres y las mujeres, una misión que el
Señor confía a los esposos y a su amor. Es urgente que, además del compromiso legislativo de
los estados, haya un apoyo convencido por parte de las comunidades creyentes y de la
comunidad civil tanto en su conjunto como en cada uno de sus miembros, porque el deseo de los
jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas, como fruto de la fecundidad de su amor, da una
perspectiva de futuro a toda sociedad y es un motivo de esperanza: porque depende de la
esperanza y produce esperanza.
La comunidad cristiana, por tanto, no se puede quedar atrás en su apoyo a la necesidad de una
alianza social para la esperanza, que sea inclusiva y no ideológica, y que trabaje por un porvenir
que se caracterice por la sonrisa de muchos niños y niñas que vendrán a llenar las tantas cunas
vacías que ya hay en numerosas partes del mundo. Pero todos, en realidad, necesitamos
recuperar la alegría de vivir, porque el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn
1,26), no puede conformarse con sobrevivir o subsistir mediocremente, amoldándose al momento
presente y dejándose satisfacer solamente por realidades materiales. Eso nos encierra en el
individualismo y corroe la esperanza, generando una tristeza que se anida en el corazón,
volviéndonos desagradables e intolerantes.
En el Año jubilar estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza para tantos hermanos
y hermanas que viven en condiciones de penuria. Pienso en los presos que, privados de la
libertad, experimentan cada día —además de la dureza de la reclusión— el vacío afectivo, las
restricciones impuestas y, en bastantes casos, la falta de respeto. Propongo a los gobiernos del
mundo que en el Año del Jubileo se asuman iniciativas que devuelvan la esperanza; formas de
amnistía o de condonación de la pena orientadas a ayudar a las personas para que recuperen la
confianza en sí mismas y en la sociedad; itinerarios de reinserción en la comunidad a los que
corresponda un compromiso concreto en la observancia de las leyes.
Que se ofrezcan signos de esperanza a los enfermos que están en sus casas o en los
hospitales. Que sus sufrimientos puedan ser aliviados con la cercanía de las personas que los
visitan y el afecto que reciben. Las obras de misericordia son igualmente obras de esperanza, que
despiertan en los corazones sentimientos de gratitud. Que esa gratitud llegue también a todos los
agentes sanitarios que, en condiciones no pocas veces difíciles, ejercitan su misión con cuidado
solícito hacia las personas enfermas y más frágiles.
Que no falte una atención inclusiva hacia cuantos hallándose en condiciones de vida
particularmente difíciles experimentan la propia debilidad, especialmente a los afectados por
patologías o discapacidades que limitan notablemente la autonomía personal. Cuidar de ellos es
un himno a la dignidad humana, un canto de esperanza que requiere acciones concertadas por
toda la sociedad.
También necesitan signos de esperanza aquellos que en sí mismos la representan: los
jóvenes. Ellos, lamentablemente, con frecuencia ven que sus sueños se derrumban. No podemos
decepcionarlos; en su entusiasmo se fundamenta el porvenir. Es hermoso verlos liberar energías,
por ejemplo cuando se entregan con tesón y se comprometen voluntariamente en las situaciones
de catástrofe o de inestabilidad social. Sin embargo, resulta triste ver jóvenes sin esperanza. Por
otra parte, cuando el futuro se vuelve incierto e impermeable a los sueños; cuando los estudios no
ofrecen oportunidades y la falta de trabajo o de una ocupación suficientemente estable amenazan
con destruir los deseos, entonces es inevitable que el presente se viva en la melancolía y el
aburrimiento. La ilusión de las drogas, el riesgo de caer en la delincuencia y la búsqueda de lo
efímero crean en ellos, más que en otros, confusión y oscurecen la belleza y el sentido de la vida,
abatiéndolos en abismos oscuros e induciéndolos a cometer gestos autodestructivos. Por eso,
que el Jubileo sea en la Iglesia una ocasión para estimularlos. Ocupémonos con ardor renovado
de los jóvenes, los estudiantes, los novios, las nuevas generaciones. ¡Que haya cercanía a los
jóvenes, que son la alegría y la esperanza de la Iglesia y del mundo!
No pueden faltar signos de esperanza hacia los migrantes, que abandonan su tierra en busca
de una vida mejor para ellos y sus familias. Que sus esperanzas no se vean frustradas por
prejuicios y cerrazones; que la acogida, que abre los brazos a cada uno en razón de su dignidad,
vaya acompañada por la responsabilidad, para que a nadie se le niegue el derecho a construir un
futuro mejor. Que a los numerosos exiliados, desplazados y refugiados, a quienes los conflictivos
sucesos internacionales obligan a huir para evitar guerras, violencia y discriminaciones, se les
garantice la seguridad, el acceso al trabajo y a la instrucción, instrumentos necesarios para su
inserción en el nuevo contexto social.
Que la comunidad cristiana esté siempre dispuesta a defender el derecho de los más débiles.
Que generosamente abra de par en par sus acogedoras puertas, para que a nadie le falte nunca
la esperanza de una vida mejor. Que resuene en nuestros corazones la Palabra del Señor que,
en la parábola del juicio final, dijo: «estaba de paso, y me alojaron», porque «cada vez que lo
hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,35.40).
Signos de esperanza merecen los ancianos, que a menudo experimentan soledad y
sentimientos de abandono. Valorar el tesoro que son, sus experiencias de vida, la sabiduría que
tienen y el aporte que son capaces de ofrecer, es un compromiso para la comunidad cristiana y
para la sociedad civil, llamadas a trabajar juntas por la alianza entre las generaciones.
Dirijo un recuerdo particular a los abuelos y a las abuelas, que representan la transmisión de la fe
y la sabiduría de la vida a las generaciones más jóvenes. Que sean sostenidos por la gratitud de
los hijos y el amor de los nietos, que encuentran en ellos arraigo, comprensión y aliento.
Imploro, de manera apremiante, esperanza para los millares de pobres, que carecen con
frecuencia de lo necesario para vivir. Frente a la sucesión de oleadas de pobreza siempre
nuevas, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Pero no podemos apartar la mirada de
situaciones tan dramáticas, que hoy se constatan en todas partes y no sólo en determinadas
zonas del mundo. Encontramos cada día personas pobres o empobrecidas que a veces pueden
ser nuestros vecinos. A menudo no tienen una vivienda, ni la comida suficiente para cada jornada.
Sufren la exclusión y la indiferencia de muchos. Es escandaloso que, en un mundo dotado de
enormes recursos, destinados en gran parte a los armamentos, los pobres sean «la mayor parte
[…], miles de millones de personas. Hoy están presentes en los debates políticos y económicos
internacionales, pero frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice,
como una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los
considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan
frecuentemente en el último lugar». [7] No lo olvidemos: los pobres, casi siempre, son víctimas, no
culpables.
Haciendo eco a la palabra antigua de los profetas, el Jubileo nos recuerda que los bienes de
la tierra no están destinados a unos pocos privilegiados, sino a todos. Es necesario que cuantos
poseen riquezas sean generosos, reconociendo el rostro de los hermanos que pasan necesidad.
Pienso de modo particular en aquellos que carecen de agua y de alimento. El hambre es un
flagelo escandaloso en el cuerpo de nuestra humanidad y nos invita a todos a sentir
remordimiento de conciencia. Renuevo el llamamiento a fin de que «con el dinero que se usa en
armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el
hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan
a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida más
digna». [8]
Hay otra invitación apremiante que deseo dirigir en vista del Año jubilar; va dirigida a las naciones
más ricas, para que reconozcan la gravedad de tantas decisiones tomadas y determinen
condonar las deudas de los países que nunca podrán saldarlas. Antes que tratarse de
magnanimidad es una cuestión de justicia, agravada hoy por una nueva forma de iniquidad de la
que hemos tomado conciencia: «Porque hay una verdadera “deuda ecológica”, particularmente
entre el Norte y el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales con consecuencias en el
ámbito ecológico, así como con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo
históricamente por algunos países». [9] Como enseña la Sagrada Escritura, la tierra pertenece a
Dios y todos nosotros habitamos en ella como «extranjeros y huéspedes» ( Lv 25,23). Si
verdaderamente queremos preparar en el mundo el camino de la paz, esforcémonos por remediar
las causas que originan las injusticias, cancelemos las deudas injustas e insolutas y saciemos a
los hambrientos.
Mientras nos acercamos al Jubileo, volvamos a la Sagrada Escritura y sintamos dirigidas a
nosotros estas palabras: «Nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos poderosamente
estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. Esta esperanza que nosotros
tenemos es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo
donde Jesús entró por nosotros, como precursor» (Hb 6,18-20). Es una invitación fuerte a no
perder nunca la esperanza que nos ha sido dada, a abrazarla encontrando refugio en Dios.
La imagen del ancla es sugestiva para comprender la estabilidad y la seguridad que poseemos si
nos encomendamos al Señor Jesús, aun en medio de las aguas agitadas de la vida. Las
tempestades nunca podrán prevalecer, porque estamos anclados en la esperanza de la gracia,
que nos hace capaces de vivir en Cristo superando el pecado, el miedo y la muerte. Esta
esperanza, mucho más grande que las satisfacciones de cada día y que las mejoras de las
condiciones de vida, nos transporta más allá de las pruebas y nos exhorta a caminar sin perder
de vista la grandeza de la meta a la que hemos sido llamados, el cielo.
Texto completo en: Spes non confundit – Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025 – Actividades del Santo Padre Francisco | Vatican.va